visitante había entrado, sin llamar, y subido algunos peldaños. Parecia vacilar. De repente, lo oimos que se volvia. Dupin corrió a la puerta, cuando oimos que subía de nuevo. Esta vez no vaciló; subió con decisión y llamó á la prerta de nuestro cuarto.
— Entre Vd., dijo Dupin con un tono alegre y tranquilo.
Entró un hombre. Era un marinero evidentemente — una alta, robusta y musculosa persona, con una expresión de salvaje atrevimiento, nada tranquilizador. Su rostro, muy quemado por el sol, tenía la mitad oculta por las patillas y el mustaccio. Llevaba consigo un formidable garrote de roble, pero parecia no tener más armas. Se inclinó torpemente y nos dió las «buenas noches» con un acento francés, que aunque recordaba algo el de los naturales de Neufehâtel, indicaba suticientemente un origen parisiense.
— Siéntese Vd., amigo, dijo Dupin. Supongo que ha venido Vd. por el Orangután. Palabra de honor, casi envidio á Vd, la posesión de ese animal; es notablemente hermoso, y sin duda, de un gran valor. ¿Qué edad cree Vd. que tenga?
El marinero aspiró el aire, con el aspecto de un hombre relevado de alguna carga intolerable, y replicó con un tono tranquilo:
— No tengo cómo saberlo bien, pero no puede tener más de cuatro o cinco año. ¿Le tiene Vd. aqui?
— ¡Oh! no; no tenemos comodidad para guardarle. Está en una caballeriza en la calle Dubourg, muy cerca de aqui. Le recobrará Vd. mañana. ¿Es decir que tiene Vd. cómo probar sus derechos?
— Ciertamente, señor.