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VII
AL LECTOR

mueven las palabras, el calor propio de esas pa­labras, hasta sus condiciones de sonoridad, de extensión en el papel y en el tiempo, que arras­tran consigo simpatías ó antipatías para el oído ó la vista, es decir, armonías.

¡Qué profundos misterios de detalle, qué infi­nitos secretos de yunque, no encierran las bellas obras literarias! El que tiene que tallar figuras sólo con ideas, é ideas sólo con palabras, necesita tejer una malla tan unida, tan severa, tan regia­mente artística, que haga imposible la entrada del dardo más sutil. Es menester que la cadena se estabone de tal modo, que los conceptos nazcan tanto uno de otro, que aparezcan á los ojos del mundo, como la obra de una sola inspiración, como una sola pieza, ¡Minerva del talento!

Y esos detalles delicados, esos impalpables ani­llos que se unen en eterna sucesión, y uniéndose van llevando el pensamiento del lector por una pendiente suavísima, hasta depositarlo emocionado y tembloroso en la amable cúspide de una alegría, ó en el fondo de un abismo de dolor y duelo — esa mágica senda que es la unidad de la obra, es también el secreto de su éxito, su valor todo.

¡Senda susceptible de interrumpirse á la más mínima desarmonía, puente que se rompe con la más desesperante facilidad, collar de perlas, que se desata, como de una alma enamorada, una lágrima ó un beso!