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es tal, que en él se descubre la bondad de su ánino. Por Dios y por quien vos sois, señora, que le hagáis guardar su justicia, y que el señor Corregidor no se dé priesa a ejecutar en él el cas tigo con que las leyes le amenazan; y si algún agrado os ha dado mi hermosura, entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su vida está el de la mía. El ha de ser mi esposo, y justos y honestos impedimentos han estorbado que aún hasta ahora no nos habemos dado las manos. Si dineros fueren menester para alcanzar perdón de la parte, todo nuestro aduar se venderá en pública almoneda, y se dará aún más de lo que pidieren. Señora mía, si sabéis qué es amor, y algún tiempo le tuvistes, y ahora le tenéis a vuestro esposo, doleos de mí, que amo tierna y honestamente al mío.

En todo el tiempo que esto decía, nunca la dejó las manos, ni apartó los ojos de mirarla atentisimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en mucha abundancia. Asimismo la Corregidora la tenía a ella asida de las suyas, mirándola ni más ni menos con no menos ahinco y con no más pocas lágrimas. Estando en esto, emtró el Corregidor, y hallando a su mujer y a Preciosa tan llorosas y tan encadenadas, quedó suspenso, así de su llanto como de la hermosura; preguntó la causa de aquel sentimiento, y la respuesta que dió Preciosa fué soltar las manos de la Corregidora y asirse de los pies del Corregidor, diciéndole: