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de no salir del mío, ni dejarme ver de sus ojos, mi de todos aquellos que tú quisieres que no me vean. Mira, Andrés: no me pesa a mi de verte celoso; pero pesarme ha mucho si te veo indiscreto.

Como no me veas loco, Preciosa—respondió Andrés, cualquiera otra demostración será poca o ninguna para dar a entender adónde llega y cuánto fatiga la amarga y dura presunción de los celos. Pero, con todo eso, yo haré lo que me mandas, y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje poeta quiere, dónde va o qué es lo que busea; que podría ser que por algún hilo que sin cuidado muestre, sacase yo todo el ovillo con que temo viene a enredarme.

—Nunca los celos, a lo que imagino—dijo Preciosa, dejan el entendimiento libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son: siempre miran los celosos con antojos de allende, que haeen las cosas pequeñas grandes, los enanos gigantes y las sospechas verdades. Por vida tuya y por la mía, Andrés, que procedas en esto y en todo lo que tocare a nuestros conciertos cuerda y discretamente; que si así lo hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada, y de verdadera en todo extremo.

Con esto se despidió de Andrés, y él se quedó esperando el día para tomar la confesión al herido, llena de turbación el alma y de mil contrarias imaginaciones. No podía creer sino que aquel paje había venido alli atraído de la hermosura de