mantes de inestimable valor, y un agnus de oro tan rico como la cruz. Miraron los dos las ricas joyas, y apreciaronias aún más que lo que habían apreciado el cintillo; pero volviéronselas, no queriendo tomarlas en ninguna manera, diciendo que ellos llevarían reliquias consigo, si no tan bien adornadas, a lo menos en su calidad tan buenas.
Pesóle a Cornelia el no aceptarlas; pero al fin hubo de estar a lo que ellos querían.
El ama tenía gran cuidado de regalar a Cornelia, y, sabiendo la partida de sus amos, de que le dieron cuenta, pero no a lo que iban ni adónde iban, se encargó de mirar por la señora—cuyo nombre aun no sabía, de manera que sus mercedes no hiciesen falta. Otro día, bien de mañana, ya estaba Lorenzo a la puerta, y don Juan de camino con el sombrero del cintillo, a quien adornó de plumas negras y amarillas, y cubrió el cintillo con una toquilla negra. Despidiéronse de Cornelia, la cual, imaginando que tenía a su hermano tan cerca, estaba tan temerosa que no acertó a decir palabra a los dos que della se despidieron.
Salió primero don Juan, y con Lorenzo se fué fuera de la ciudad, y en una huerta algo desviada hallaron dos muy buenos caballos, con dos mozos que del diestro los tenían. Subieron en ellos, y los mozos delante, por sendas y caminos desusados, caminaron a Ferrara: don Antonio sobre un cuartago suyo, y otro vestido y disimulado los seguía; pero parecióle que se recataban dél, especialmente Lorenzo, y así acordó de seguir el ca-