—Todo podía ser—respondió el ama.
—Pecadora de mí—dijo Cornelia, ¿cómo todo podía ser? ¿Cómo es esto, ama mía? Que el corazón me revienta en el pecho hasta saber ese trueco; decídmelo, amiga, por todo aquello que bien queréis; digo que me digáis de dónde habéis habido estas tan ricas mantillas porque os hago saber que son mías, si la vista no me miente o la memoria no se acuerda; con estas mismas o otras semejantes entregué yo a mi doncella la prenda querida de mi alma; ¿quién se las quitó? Ay, desdichada! Y ¿quién las trujo aquí? ¡Ay, sin ventura!
Don Juan y don Antonio, que todas estas que jas escuchaban, no quisieron que más adelante pasase en ellas, ni permitieron que el engaño de las trocadas mantillas más la tuviese en pena, y así entraron, y don Juan le dijo: —Esas mantillas y ese niño son cosa vuestra, señora Cornelia.
Y luego le contó punto por punto cómo él había sido la persona a quien su doncella había dado el 'niño, y de cómo le había traído a casa, con el orden que había dado al ama del trueco de las mantillas, y la ocasión por que lo había hecho; aunque después que le contó su parto, siempre tuvo por cierto que aquél era su hijo, y que si no se lo había dicho había sido porque, tras el sobresalto del estar en duda de conocerle, sobreviniese la alegría de haberle conocido.
Allí fueron infinitas las lágrimas de alegría de