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surar mi perdición, si no sucediera venir el duque de Ferrara a ser padrino de unas bodas de una prima mía, donde me llevó mi hermano con sana intención y por honra de mi parianta; allí miré y fuí vista; allí, según creo, rendí corazones, avasallé voluntades; alí sentí que daban gusto las alabanzas, aunque fuesen dadas por lisonjeras lenguas; allí, finalmente, vi al duque, y él me vió a mí, de cuya vista ha resultado verme ahora como me veo. No os quiero decir, señores, porque sería proceder en infinito, los términos, las trazas y los modos por donde el duque y yo vinimos a conseguir, al cabo de dos años, los deseos que en aquellas bodas nacieron; porque ni guardas, ni recatos, ni honrosas amonestaciones, ni otra humana diligencia fué bastante para estorbar el juntarnos, que en fin hubo de ser debajo de la palabra, que él me dió, de ser mi esposo, porqué sin ella fuera imposible rendir la roca de la valerosa y honrada presunción mía; mil veces le dije que públicamente me pidiese a mi hermano, pues no era posible que me negase, y que no había que dar disculpas al vulgo de la culpa que le pondrían de la desigualdad de nuestro casamiento, pues no desmentía en nada la nobleza del linaje Bentibolli a la suya Estense. A esto me respondió con excusas que yo las tuve por bastantes y necesarias, y confiada como rendida, creí como enamorada, y entreguéme de toda mi voluntad a la suya por intercesión de una criada mía, más blanda a las dádivas y promesas del duque