cubierto, mostrando en él el mismo de la luna, o, por mejor decir, del mismo sol, cuando más hermoso y más claro se muestra; llovíanle líquidas perlas de los ojos, y limpiábaselos con un lienzo blanquísimo y con unas manos tales, que entre ellas y el lienzo fuera de buen juicio el que supiera diferenciar la blancura. Finalmente, después de haber dado muchos suspiros, y después de haber procurado sosegar algún tanto el pecho, con voz algo doliente y turbada, dijo: —Yo, señores, soy aquella que muchas veces habréis, sin duda alguna, oído nombrar por ahí, porque la fama de mi belleza, tal cual ella es, pocas lenguas hay que no la publiquen; soy, en efec to, Cornelia Bentibolli, hermana de Lorenzo Bentibolli, que con deciros esto quizá habré dicho dos verdades: la una de mi nobleza, la otra de mi hermosura. De pequeña edad quedé huérfana de padre y madre, en poder de mi hermano, el cual desde niña puso en mi guarda el recato mismo, puesto que más confiaba de mi honrada condición que de la solicitud que ponía en guardarme.
Finalmente, entre paredes y entre soledades, acompañada no más que de mis criadas, fui creciendo, y juntamente conmigo creeía la fama de mi gentileza, sacada en público de los criados y de aquellos que en secreto me trataban, y de un retrato que mi hermano mandó hacer a un famoso pintor, para que, como él decía, no quedase sin mí el mundo, ya que el cielo a mejor vida me llevase; pero todo esto fuera poca parte para apre-