Llegaron en esto, y a la luz que sacó uno de tres pajes que tenían, alzó los ojos don Antonio al sombrero que don Juan traía, y vióle resplandeciente de diamantes; quitósele, y vió que las luces salían de muchos que en un cintillo traía.
Miráronle y remiráronle entrambos, y concluyeron que, si todos eran finos como parecían, valía más de doce mil ducados. Aquí acabaron de conocer ser gente principal la de la pendencia, especialmente el socorrido de don Juan, de quien se acordó haberle dicho que trujese el sombrero y le guardäse, porque era conocido. Mandaron retirar los pajes, y don Antonio abrió su aposento, y halló a la señora sentada en la cama, con la mano en la mejilla, derramando tiernas lágrimas; don Juan, con el deseo que tenía de verla, se asomó a la puerta tanto cuanto pudo entrar la cabeza, y al punto la lumbre de los diamantes dió en los ojos de la que lloraba, y alzándolos, dijo: —Entrad, señor duque, entrad; para qué me queréis dar con tanta escaseza el bien de vuestra vista?
A esto dijo don Antonio: —Aquí, señora, no hay ningún duque que seexcuse de veros.
—¿Cómo no?—replicó ella; el que así se asomó ahora es el duque de Ferrara, que mal le puede encubrir la riqueza de su sombrero.
—En verdad, señora, que el sombrero que vistes no lo trae ningún duque; y si queréis desengañaros con ver quién le trae, dadle licencia que entre.