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había defendido; pero que con todo esto sus enemigos le acabaran si él no se hallara a su lado.

En esto vieron venir hacia ellos un bulto de gente, y don Juan dijo: —Si éstos son los enemigos que vuelven, apercibíos, señor, y haced como quien sois. A lo que yo creo, no son enemigos, sino amigos los que aquí vienen.

Y así fué la verdad, porque los que llegaron, que fueron ocho hombres, rodearon al caído, y hablaron con él pocas palabras, pero tan calladas y secretas, que don Juan no las pudo oír. Volvió luego el defendido a don Juan, y díjole: —A no haber venido estos amigos, en ninguna manera, señor don Juan, os dejara hasta que acabáredes de ponerme en salvo; pero ahora os suplico con todo encarecimiento que os vais y me dejéis, que me importa.

Hablando esto se tentó la cabeza, y vió que estaba sin sombrero, y volviéndose a los que habían venido pidió que le diesen un sombrero, que se Je había caído el suyo. Apenas lo hubo dicho, cuando don Juan le puso el que había hallado en la calle. Tentóle el caído, y volviéndosele a don Juan, dijo: —Este sombrero no es mío; por vida del señor don Juan, que se le lleve por trofeo de esta refriega, y guárdele, que creo que es conocido.

Diérónle otro sombrero al defendido, y don Juan, por cumplir lo que le había pedido, pasando otros algunos aunque breves comedimientos,