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ponerlos en paz, aunque no fué menester, pues ya los dos habían conocido a sus hijos, y estaban en el suelo, teniéndolos abrazados, llorando todos lágrimas de amor y de contento nacidas. Juntárense todos, y volvieron a mirar a sus hijos, y no sabían qué decirse; atentábanles los cuerpos, por ver si eran fantásticos, que su improvisa llegada ésta y otras sospechas engendraba; pero, desengañados algún tanto, volvieron a las lágrimas y a los abrazos. Y en esto asomó por el mismo valle gran cantidad de gente armada, de a pie y de a caballo, los cuales venían a defender al caballero de su lugar; pero como llegaron y los vieron abrazados de aquellos peregrinos, y preñados los ojos de lágrimas, se apearon y admiraron, estando suspensos, hasta tanto que don Enrique les dijo brevemente lo que Leocadia su hija les había contado. Todos fueron a abrazar a los peregrinos con muestras de contento tales que no se pueden encarecer. Don Rafael de nuevo contó a todos, con la brevedad que el tiempo requería, todo el suceso de sus amores, y de cómo venía casado con Leocadia, y su hermana Teodosia con Marco Antonio; nuevas que de nuevo causaron nueva alegría. Luego, de los mismos caballos de la gente que llegó al socorro tomaron los que hubieron menester para los cinco peregrinos, y acordaron de irse al lugar de Marco Antonio, ofreciéndole su padre de hacer allí las bodas de todos, y con este parecer se partieron; y algunos de los que se habían hallado presentes se adelan-