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forzoso, si algún huésped acudiese, acomodarle en la una. A lo cual respondió el caminante que él pagaría los dos lechos, viniese o no huésped alguno; y sacando un escudo de oro, se le dió a la huéspeda, con condición que a nadie diese el lecho vacío.

No se descontentó la huéspeda de la paga; antes se ofreció de hacer lo que le pedía, aunque el mismo deán de Sevilla llegase aquella noche a su casa. Preguntóle si quería cenar, y respondió que no; mas que sólo quería que se tuviese gran cuidado con su cuartago; pidió la llave del aposento, y llevando consigo unas bolsas grandes de cuero, se entró en él y cerró tras sí la puerta con llave, y aun, a lo que después pareció, arrimó a ella dos sillas.

Apenas se hubo encerrado, cuando se juntaron a consejo el huésped, y el mozo que daba la cebada, y otros dos vecinos que acaso allí se hallaron, y todos trataron de la grande hermosura y gallarda disposición del nuevo huésped, concluyendo que jamás tal belleza habían visto; tanteáronle la edad, y se resolvieron que tendría de diez y seis a diez y siete años; fueron y vinieron, y dieron y tomaron, como suele decirse, sobre qué podía haber sido la causa del desmayo que le dió; pero como no la alcanzaron, quedáronse con la admiración de su gentileza. Fuéronse los vecinos a sus casas, y el huésped a pensar el cuartago, y ` la huéspeda a aderezar algo de cenar por si otros huéspedes viniesen. Y no tardó mucho cuando en-