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co Antonio conoció que el otro era el suyo. Leocadia, que con atención había mirado al que no se combatía, conoció que era el padre que la había engendrado, de cuya vista todos cuatro suspensos, atónitos y fuera de sí quedaron; pero dando el sobresalto lugar al discurso de la razón, los dos cuñados, sin detenerse, se pusieron en medio de los que peleaban, diciendo a voces: —No más, caballeros, no más, que los que esto os piden y suplican son vuestros propios hijos.

Yo soy Marco Antonio, padre y señor mío—decía Marco Antonio; yo soy aquel por quien, a lo que imagino, están vuestras canas venerables puestas en este riguroso trance; templad la furia y arrojad la lanza, o volvedla contra otro enemigo, que el que tenéis delante ya de hoy más ha de ser vuestro hermano.

Casi estas mismas razones decía don Rafael a su padre, a las cuales se detuvieron los caballeros, y atentamente se pusieron a mirar a los que se las decían, y volviendo la cabeza vieron que don Enrique, el padre de Leocadia, se había apeado y estaba abrazado con el que pensaban ser peregrino; y era que Leocadia se había llegado a él, y dándosele a conocer, le rogó que pusiese en paz a los que se combatían, contándole en breves razones cómo don Rafael era su esposo, y Marco Antonio lo era de Teodosia.

Oyendo esto su padre se apeó, y la tenía abrazada, como se ha dicho; pero dejándola, acudió a