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había entendido, por más de una muestra que don Rafael le había dado, que no la quería mal, sino tan bien que tomara por buen partido que Marco Antonio la quisiera otro tanto.

¿Con qué razones podré yo decir ahora las que don Rafael dijo a Leocadia, declarándole su alma, que fueron tantas y tales que no me atrevo a escribirlas? Mas, pues, es forzoso decir algunas, las que entre otras le dijo fueron éstas: —Si con la ventura que me falta, me faltase ahora, ¡oh, hermosa Leocadia!, el atrevimiento de descubriros los secretos de mi alma, quedaría enterrada en los senos del perpetuo olvido la más enamorada y honesta voluntad que ha nacido ni puede nacer en un enamorado pecho. Pero por no hacer este agravio a mi justo deseo, véngame lo que viniere, quiero, señora, que advirtáis, si es que os da lugar vuestro arrebatado pensamiento, que en ninguna cosa se me aventaja Manco Antonio, si no es en el bien de ser por vos querido: mi linaje es tan bueno como el suyo, y en los bienes que llaman de fortuna no me hace mucha ventaja; en los de naturaleza no conviene que me alabe, y más si a los ojos vuestros no son de estima; todo esto digo, apasionada señora, porque toméis el remedio y el medio que la suerte os ofrece en el extreme de vuestra desgracia; ya veis que Marco Antonio no puede ser vuestro, porque el cielo le hizo de mi hermana, y el mismo cielo, que hoy os ha quitado a Marco Antonio, os quiere hacer recompensa conmigo, que no deseo