miento; mirábanse unos a otros sin hablar palabra, esperando en que habían de parar aquellas cosas. Mas la desengañada y sin ventura Leocadia, que vió por sus ojos lo que Marco Antonio hacía, y vió al que pensaba ser hermano de don Rafael en brazos del que tenía por su esposo, viendo junto con esto burlados sus deseos y perdidas sus esperanzas, se hurtó de los ojos de todos—que atentos estaban mirando lo que el enfermo hacía con el paje que abrazado tenía y se salió de la sala o aposento, y en un instante se puso en la calle con intención de irse desesperada por el mundo, o adonde gentes no la viesen; mas apenas había llegado a la calle, cuando don Rafael la echó de menos, y como si le faltara el alma, preguntó por ella, y nadie le supo dar razón dónde se había ido; y así, sin esperar más, desesperado salió a buscarla, y acudió adonde le dijeron que posaba Calvete, por si había ido allá a procurar alguna cabalgadura en que irse; y no hallándola allí, andaba como loco por las calles buscándola de unas partes a otras; y pensando si por ventura se había vuelto a las galeras, llegó a la marina, y un poco antes que llegase oyó que a grandes voces llamaban desde tierra el esquife de la capitana, y conoció que quien las daba era la hermosa Leocadia, la cual, recelosa de algún desmán, sintiendo pasos a sus espaldas, empuñó la espada y esperó apercibida que llegase don Rafael, a quien ella luego conoció, y le pesó de que la hubiese hallado, y más en parte tan sola, que ya ella
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