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experimentados, por los muchos heridos que a cada paso tenían entre las manos, y así no convenía curarle hasta otro día. Lo que ordenó fué le pusiesen en un aposento abrigado, donde le dejasen sosegar. Llegó en aquel instante el cirujano de las galeras y dió cuenta al de la ciudad de la herida, y de cómo le había curado y del peligro que de la vida, a su parecer, tenía el herido; con lo cual se acabó de enterar el de la ciudad que estaba bien curado; y ansimismo según la relación que se le había hecho exageró el peligro de Marco Antonio.

Oyeron esto Leocadia y Teodosia con aquel sentimiento que si oyeran la sentencia de su muerte; mas por no dar muestras de su dolor, le reprimieron y callaron, y Leocadia determinó de hacer lo que le pareció convenir para satisfacción de su honra. Y fué que, así como se fueron los cirujanos, se entró en el aposento de Marco Antonio, y delante del señor de la casa, de don Rafael, Teodosia y de otras personas, se llegó a la cabecera del herido y, asiéndole de la mano, le dijo estas razones: —No estáis en tiempo, señor Marco Antonio Adorno, en que se puedan ni deban gastar con vos muchas palabras; y así sólo querría que nie oyésedes algunas que convienen, si no para la salud de vuestro cuerpo, convendrán para la de vuestra alma, y para deciroslas es menester que me deis licencia y me advirtáis si estáis con sujeto de escucharme. Que no sería razón que, ha-