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que de parte de los que más se señalaban de las galeras lo hacía gallardamente un mancebo de hasta veintidós o poco más años, vestido de verde, con un sombrero de la misma color adornado con un rico trencillo al parecer de diamantes; la destreza con que el mozo se combatía y la bizarría del vestido, hacían que volviesen a mirarle todos cuantos la pendencia miraban; y de tal manera le miraron los ojos de Teodosia y de Leocadia, que ambas a un mismo punto y tiempo dijeron: — Válame Dios! O yo no tengo ojos, o aquel de lo verde es Marco Antonio.

Y diciendo esto, con gran lijereza saltaron de las mulas, y poniendo mano a sus dagas y espadas, sin temor alguno se entraron por mitad de la turba, y se pusieron la una a un lado y la otra al otro de Marco Antonio que él era el mancebo de lo verde que se ha dicho.

—No temáis dijo así como llegó Leocadia—, señor Marco Antonio, que a vuestro lado tenéis quien os hará escudo con su propia vida, por defender la vuestra.

—¿Quién lo duda—replicó Teodosia estando yo aquí?

Don Rafael, que vió y oyó lo que pasaba, las siguió asimismo, y se puso de su parte. Marco Antonio, ocupado en ofender y defenderse, no advirtió en las razones que las dos le dijeron; antes, cebado en la pelea, hacía cosas al parecer increíbles. Pero como la gente de la ciudad por