nable que vender; trújole, y vínole bien a Leocadia. Pagóle don Rafael, y ella se le vistió, y se ciñó una espada y una daga con tanto donaire y brío, que en aquel mismo traje suspendió los sentidos de don Rafael y dobló los celos en Teodosia. Ensilló Calvete, y a las ocho del día partieron para Barcelona, sin querer subir por entonces al famoso monasterio de Monserrate, dejándolo para cuando Dios fuese servido de volverios con más sosiego a su patria. No se podrá contar buenamente los pensamientos que los dos hermanos llevaban, ni con cuán diferentes ánimos los dos iban mirando a Leocadia, deseándole Teodosia la muerte, don Rafael la vida, entrambos celosos y apasionados; Teodosia buscando tachas que ponerle, por no desmayar en su esperanza; don Rafael hallándole perfecciones que de punto en punto le obligaban más a amarla. Con todo esto no se descuidaron de darse priesa, de modo que llegaron a Barcelona poco antes que el sol se pusiese.
Admirôles el hermoso sitio de la ciudad, y la estimaron por flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores, amparo de los extranjeros, escuela de la caballería, ejemplo de lealtad y satisfacción de todo aquello que de una grande, famosa, rica y bien fundada ciudad puede pedir un discreto y curioso deseo. En entrando en ella, oyeron grandísimo ruído, y vieron correr gran