amores, pues hacen tan poco al caso, sino deciros de una vez lo que él con muchas de solicitud granjeó conmigo, que fué que, habiéndome dado su fe y palabra, debajo de grandes, a mi parecer, firmes y cristianos, juramentos de ser mi esposo, me ofrecía que hiciese de mí todo lo que quisiese; pero aun no bien satisfecha de sus juramentos y palabras, porque no se las llevase el viento, hice que las escribiese en una cédula que él me dió firmada de su nombre, con tantas circunstancias y fuerzas escrita, que me satisfizo. Recebida la cédula, di traza como una noche viniese de su lugar al mío, y entrase por las paredes de un jardín a mi aposento, donde sin sobresalto alguno podía coger el fruto que para él solo estaba destinado.
Llegóse, en fin, la noche por mí tan deseada...
Hasta este punto había estado callando Teodoro, teniendo pendiente el alma de las palabras de Leocadia, que con cada una dellas le traspasaba el alma, especialmente cuando oyó el nombre de Marco Antonio, y vió la peregrina hermosura de Leocadia, y consideró la grandeza de su valor con la de su rara discreción, que bien lo mostraba en el modo de contar su historia. Mas cuando llegó a decir: "Llegó la noche por mí tan deseada", estuvo por perder la paciencia, y, sin poder hacer otra cosa, le salteó la razón, diciendo: Y bien, así como llegó esa felicísima noche, ¿qué hizo? ¿Entró por dicha? ¿Gozásteisle? ¿Confirmó de nuevo la cédula? ¿Quedó contento en haber alcanzado de vos lo que decís que era suyo?