que muchas veces he estado en su lugar, jamás la he visto.
—Todo lo que, señor, decís, es verdad―respondió el mancebo, que don Sancho no tiene más de una hija; pero no tan hermosa como su fama dice; y si yo dije que era hijo de don Enrique, fué porque me tuviésedes, señores, en algo, pues no lo soy sino de un mayordomo de don Sancho, que ha muchos años que le sirve, y yo nací en su casa, y por cierto enojo que di a mi padre, habiéndole tomado buena cantidad de dineros, quise venirme a Italia, como os he dicho, y seguir el camino de la guerra, por quien vienen, según he visto, a hacerse ilustres aun los de oscuro linaje.
Todas estas razones, y el modo con que las decía, notaba atentamente Teodoro, y siempre se iba confirmando en su sospecha. Acabóse la cena, alzáronse los manteles, y en tanto que don Rafael se desnudaba, habiéndole dicho lo que del mancebo sospechaba, con su parecer y licencia se apartó con el mancebo a un balcón de una ancha ventana que a la calle salía, y en él puestos los dos de pechos, Teodoro así comenzó a hablar con el mozo: Quisiera, señor Francisco que así había dicho él que se llamaba—, haberos hecho tantas buenas obras que os obligara a no negarme cualquiera cosa que pudiera o quisiera pediros; pero el poco tiempo que ha que os conozco no ha dado lugar a ello; podría ser que en el que está por venir conociésedes lo que merece mi deseo; y si al