—Si eso es—dijo Calvete, que así se llamaba et mozo de mulas, seguros podemos pasar, a causa que al lugar donde los bandoleros hacen el salto no vuelven por algunos días, y puedo asegurar esto como aquel que ha dado dos veces en sus manos, y sabe de molde su usanza y costumbres.
—Así es dijo el hombre.
Lo cual, oído por don Rafael, determinó pasar adelante; y no anduvieron mucho, cuando dieron en los atados, que pasaban de cuarenta, que los estaba desatando el que dejaron suelto. Era extraño espectáculo el verlos: unos, desnudos del todo; otros, vestidos con los vestidos astrosos de los bandoleros; unos, llorando de verse robados; otros, riendo de ver los extraños trajes de los otros; este contaba por menudo lo que le llevaban; aquél decía que le pesaba más de una caja de agnus que de Roma traía, que de otras infinitas cosas que llevaba. En fin, todo cuanto allí pasaba eran lantos y gemidos de los miserables despojados.
Todo lo cual miraban, no sin mucho dolor, los dos hermanos, dando gracias al cielo que de tan grande y tan cercano peligro los había librado. Pero lo que más compasión les puso, especialmente a Teodoro, fué ver al tronco de una encina atado un muchacho de edad, al parecer, de diez y seis años, con sola la camisa y unos calzones de lienzo; pero tan hermoso de rostro, que forzaba y movía a todos que le mirasen. Apeóse Teodoro a desatarle, y él le agradeció con muy corteses razones el beneficio, y por hacérsele mayor, pidió a Cal-