desacomodado, y más persuadiéndose que había de hallar en Barcelona a Marco Antonio.
Con esto se dieron priesa a caminar sin perder jornada, y sin acaecerles desmán o impedimento alguno, llegaron a dos leguas de un lugar que está nueve de Barcelona, que se llama Igualada. Habían sabido en el camino cómo un caballero, que pasaba por embajador a Roma, estaba en Barcelona esperando las galeras, que aun no habían llegado, nueva que les dió mucho contento. Con este gusto caminaron hasta entrar en un bosquecillo que en el camino estaba, del cual vieron salir un hombre corriendo y mirando atrás, como espantado. Púsosele don Rafael delante, diciéndole: —¿Por qué hufs, buen hombre, o qué caso os ha acontecido, que con muestras de tanto miedo os hace parecer tan ligero?
—No queréis que corra apriesa y con miedo —respondió el hombre, si por milagro me he escapado de una compañía de bandoleros que queda en ese bosque?
—Malo dijo el mozo de mulas; ¡malo, vive Dios! ¡Bandoleritos a estas horas? Para mí santiguada que ellos nos pongan como nuevos.
—No os congojéis, hermano—replicó el del bosque, que ya los bandoleros se han ido, y han dejado atados a los árboles deste bosque más de treinta pasajeros, dejándolos en camisa; a solo un hombre dejaron libre para que desatase a los demás después que ellos hubiesen traspuesto una montañuela que le dieron por señal.