gado al huésped, diciendo adiós, se salieron de la posada, dejando admirados a cuantos en ella quedaban de su hermosura y gentil disposición, que no tenía para hombre menor gracia, brío y compostura don Rafael, que su hermana belleza y donaire.
Luego, en saliendo, contó don Rafael a su hermana las nuevas que de Marco Antonio le habían dado, y que le parecía que con la diligencia posible caminasen la vuelta de Barcelona, donde de ordinario suelen parar algún día las galeras que pasan a Italia o vienen a España, y que si no hubiesen llegado podían esperarlas, y allí sin duda hallarían a Marco Antonio. Su hermana le dijo que hiciese todo aquello que mejor le pareciese, porque ella no tenía más voluntad que la suya.
Dijo don Rafael al mozo de mulas que consigo Ilevaba que tuviese paciencia, porque le convenía pasar a Barcelona, asegurándole la paga a todo su contento del tiempo que con él anduviese. El mozo, que era de los alegres del oficio, y que conocía que don Rafael era liberal, respondió que hasta el cabo del mundo le acompañaría y serviría. Preguntó don Rafael a su hermana qué dineros llevaba.
Respondió que no los tenía contados, y que no sabía más de que en el escritorio de su padre había metido la mano siete o ocho veces, y sacádola Ilena de escudos de oro, y según aquello, imaginó don Rafael que podía llevar hasta quinientos escudos, que, con otros docientos que él tenía, y una cadena de oro que llevaba, le pareció no ir muy