pueblo, con su rara discreción y cortesía; pero ¿de qué me sirve alabar a mi enemigo ni ir alargando con razones el suceso tan desgraciado mío, o, por mejor decir, el principio de mi locura?
Digo, en fin, que él me vió una y muchas veces desde una ventana que frontero de otra mía estaba; desde allí, a lo que me pareció, me envió el alma por los ojos, y los míos con otra manera de contento que el primero gustaron de miralle, y aun me forzaron a que creyese que eran puras verdades cuanto en sus ademanes y en su rostro lefa; fué la vista la intercesora y medianera de la habla, la habla de declarar su deseo, su deseo de encender el mío y de dar fe al suyo; llegóse a todo esto las promesas, los juramentos, las lágrimas, los suspiros, y todo aquello que a mi parecer puede hacer un firme amador para dar a entender la entereza de su voluntad y la firmeza de su pecho, y en mí, desdichada—que jamás en semejantes ocasiones y trances me había visto cada palabra era un tiro de artillería que derribaba parte de la fortaleza de mi honra; cada lágrima era un fuego en que se abrasaba mi honestidad; cada suspiro, un furioso viento que el incendio aumentaba de tal suerte que acabó de consumir la virtud que hasta entonces aun no ha bía sido tocada; y finalmente, con la promesa de ser mi esposo, a pesar de sus padres que para otra le guardaban—, di con todo mi recogimiento en tierra, y sin saber cómo me entregué en su poder a hurto de mis padres, sin tener otro tes-