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aquella mujer que delante tenía. Su padre estaba en la misma confusión, sin osar determinarse a dar crédito a la verdad que sus ojos le mostraban. Ricaredo estaba atentísimo a ver los afectos y movimientos que hacían las tres dudosas y perplejas almas, que tan confusas estaban entre el sí y el no de conocerse. Conoció la reina la suspensión de entrambos, y aun el desasosiego de Isabela, porque la vió trasudar, y levantar la mano muchas veces a componerse el cabello.

En esto deseaba Isabela que hablase la que pensaba ser su madre: quizá los oídos la sacarían de la duda en que sus ojos la habían puesto.

La reina dijo a Isabela que en lengua española dijese a aquella mujer y a aquel hombre le dijesen qué causa les había movido a no querer gozar de la libertad que Ricaredo les había dado, siendo la libertad la cosa más amada, no sólo de la gente de razón, más aún de los animales que carecen della. Todo esto preguntó Isabela a su madre, la cual sin responderle palabra, desatentadamente y medio tropezando se llegó a Isabela, y sin mirar a respeto, temores ni miramientos cortesanos, alzó la mano a la oreja derecha de Isabela, y descubrió un lunar negro que allí tenía, la cual señal acabó de certificar su sospecha; y viendo claramente ser Isabela su hija, abrazándose con ella dió una gran voz, diciendo:

—¡Oh, hija de mi corazón! ¡Oh prenda cara del alma mía!—y sin poder pasar adelante se cayó desmayada en los brazos de Isabela.