creta, desenvuelta y graciosa de todas, dijo a Ricaredo:
—¿Qué es esto, señor Ricaredo, qué armas son éstas? ¿Pensábades por ventura que veníades, a pelear con vuestros enemigos? Pues en verdad que aquí todas somos vuestras amigas, si no es la señora Isabela, que como española está obligada a no teneros buena voluntad.
—Acuérdese ella, señora Tansi, de tenerme alguna, que, como yo, esté en su memoría—dijo Ricaredo ; yo sé que la voluntad será buena, pues no puede caber en su mucho valor y entendimiento y rara hermosura la fealdad de ser desagradecida.
A lo cual respondió Isabela:
— Señor Ricaredo, pues he de ser vuestra, a vos está tomar de mí toda la satisfación que quisiéredes para recompesaros de las alabanzas que me habéis dado y de las mercedes que pensáis hacerme.
Estas y otras honestas razones pasó Ricaredo con Isabela y con las damas, entre las cuales había una doncella de pequeña edad, la cual no hizo sino mirar a Ricaredo mientras allí estuvo; alzábale las escarcelas, por ver qué traía debajo dellas, tentábale la espada, y con simplicidad de niña quería que las armas le sirviesen de espejo, llegándose a mirar de muy cerca en ellas; y cuando se hubo ido, volviéndose a las damas, dijo:
—Ahora, señora, yo imagino que debe de ser