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de todas armas, ricas y resplandecientes, el valeroso Ricaredo, que a pie, sin esperar otro acompañamiento que aquel de un innumerable vulgo que le seguía, se fué a palacio, donde ya la reina puesta a unos corredores estaba esperando le trujesen la nueva de los navíos: estaba con la reina y con las otras damas Isabela vestida a la inglesa, y parecía tan bien como a la castellana: antes que Ricaredo llegase, llegó otro que dió las nuevas a la reina de como Ricaredo venía. Alborotóse Isabela, oyendo el nombre de Ricaredo, y en aquel instante temió y esperó malos y buenos sucesos de su venida.

Era Ricaredo alto de cuerpo, gentil hombre y bien proporcionado; y como venía armado de peto, espaldar, gola y brazaletes y escarcelas, con unas armas milanesas de once vistas, grabadas y doradas, parecía en extremo bien a cuantos le miraban: no le cubría la cabeza morrión alguno, sino un sombrero de gran falda, de color leonado, con mucha diversidad de plumas terciadas a la valona: la espada ancha, los tiros ricos, las calzas, a la esguízara. Con este adorno, y con el paso brioso que llevaba, algunos hubo que le compararon a Marte, dios de las batallas, y otros, l'evados de la hermosura de su rostro, dicen que le compararon a Venus, que para hacer alguna burla a Marte de aquel modo se había disfrazado.

En fin, él llegó ante la reina. Puesto de rodillas le dijo:

—Alta Majestad, en fuerza de vuestra ventu-