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llena de humildad y cortesía, se fué a poner de hinojos ante la reina, y en lengua inglesa le dijo:

—Dé vuestra Majestad las manos a esta su sierva, que desde hoy más se tendrá por señora, pues ha sido tan venturosa que ha llegado a ver la grandeza vuestra.

Estúvola la reina mirando por un buen espacio, sin hablarle palabra, pareciéndole, como después dijo a su camarera, que tenía delante un cielo estrellado, cuyas estrellas eran las muchas perlas y diamantes que Isabela traía, su bello rostro y sus ojos el sol y la luna, y toda ella una nueva maravilla de hermosura. Las damas que estaban con la reina quisieran hacerse todas ojos, porque no les quedase cosa por mirar en Isabela; cuál alababa la viveza de sus ojos, cuál la color del rostro, cuál la gallardía del cuerpo y cuál la dulzura de la habla, y tal hubo que, de pura envidia, dijo:

—Buena es la española; pero no me contenta el traje.

Después que pasó algún tanto la suspensión de la reina, haciendo levantar a Isabela, le dijo:

—Habladme en español, doncella, que yo le entiendo bien, y gustaré de ello. Y, volviéndose a Clotaldo, dijo: Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme este tesoro tantos años ha encubierto; mas él es tal que os haya movido a codicia:

obligado estáis a restituírmele, porque de derecho es mío.

—Señora—respondió Clotaldo, mucha verdad