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para venir al fin de su buen deseo, pasaba una vida tal, que le puso a punto de perderla. Pero pareciéndole ser gran cobardía dejarse morir sin intentar algún género de remedio a su dolencia, se animó y esforzó a declarar su intento a Isabela.

Andaban todos los de su casa tristes y alborotados por la enfermedad de Ricaredo, que de todos era querido, y de sus padres con el extremo posible, así por no tener otro, como porque lo merecía su mucha virtud y su gran valor y entendimiento: no le acertaban los médicos la enfermedad, ni él osaba ni quería descubrírsela.

En fin, puesto en romper por las dificultades que él se imaginaba, un día que entró Isabela a servirle, viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada le dijo:

—Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y grande hermosura me tienen como me ves; si no quieres que deje la vida en manos de las mayores penas que pueden imaginarse, responda el tuyo a mi buen deseo, que no es otro que el de rece birte por mi esposa a hurto de mis padres, de los cuales temo que, por no conocer lo que yo cunozco que mereces, me han de negar el bien que tanto me importa: si me das la palabra de ser mía, yo te la doy, desde luego, como verdadero y católico cristiano, de ser tuyo; que puesto que no llegue a gozarte, como no llegaré hasta que con bendición de la Iglesia y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres mía, será NOT, HJEMP.—T. II 5