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de conciencia. A lo menos, más querría yo clavar cien cuernos y otros tantos sambenitos, como se me pagase mi trabajo, que decillo sola una vez, aunque fuese a la madre que me parió.

—El esecutor desto es—dijo Rinconete el Narigueta.

—Ya está eso hecho, y pagado—dijo Monipodio. Mirad si hay más; que, si mal no me acuerdo, ha de haber ahí un espanto de veinte escudos; está dada la mitad, y el esecutor es la comunidad toda, y el término es todo el mes en que estamos, y cumpliráse al pie de la letra, sin que falte una tilde, y será una de las mejores cosas que hayan sucedido en esta ciudad de muchos tiempos a esta parte. Dadme el libro, mancebo; que yo sé que no hay más, y sé también que anda muy flaco el oficio; pero tras este tiempo vendrá otro, y habrá que hacer más de lo que quisiéremos; que no se mueve la hoja sin la voluntad de Dios, y no hemos de hacer nosotros que se vengue nadie por fuerza; cuanto más que cada uno en su causa suele ser valiente, y no quiere pagar las hechuras de la obra que él se puede hacer por sus manos.

—Así es—dijo a esto el Repolido. Pero mire vuesa merced, señor Monipodio, lo que nos ordena y manda; que se va haciendo tarde, y va entrando el calor más que de paso.

—Lo que se ha de hacer—respondió Monipodio—es que todos se vayan a sus puestos, y nadie se mude hasta el domingo, que nos juntare-