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gel la nave de Portugal que venía de las Indias; no hay, sin duda, sino que es él, que yo le conozco; porque él me dió libertad y dineros para venir a España, y no sólo a mí, sino a otros trescientos cautivos.

Con estas razones se alborotó la gente, y se avívó el deseo que todos tenían de saber y ver la claridad de tan intrincadas cosas. Finalmente, la gente más principal con el asistente y aquellos dos señores eclesiásticos volvieron a acompañar a Isabela a su casa, dejando a las monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdían en no tener en su compañía a la hermosa Isabela, la cual estando en su casa, en una gran sala della hizo que aquellos señores se sentasen; y aunque Ricaredo quiso tomar la mano en contar su historia, todavía le pareció que era mejor fiarlo de la lengua y discreción de Isabela, y no de la suya, que no muy expertamente hablaba la lengua castellana. Callaron todos los presentes, y teniendo las almas pendientes de las razones de Isabela, ella así comenzó su cuento: el cual le reduzco yo a que dijo todo aquello que, desde el día que Clotaldo la robó de Cádiz hasta que entró y volvió a él, le había sucedido, contando asimismo la batalla que Ricaredo había tenido con los turcos; la liberalidad que había usado con los cristianos; la palabra que entrambos a dos se habían dado de ser marido y mujer; la promesa de los dos años; las nuevas que había tenido de su muerte, tan ciertas a su parecer, que la pusieron en el