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115 —Detente, Isabela; detente, que mientras yo fuere vivo no puedes tú ser religiosa.

A estas voces Isabela y sus padres volvieron los ojos, y vieron que hendiendo por toda la gente hacia ellos venía aquel cautivo, que habiéndosele caído un bonete azul redondo que en la cabeza traía, descubrió una confusa madeja de cabellos de oro ensortijados, y un rostro como el carmín y como la nieve, colorado y blanco, señales que luego le hicieron conocer y juzgar por extranjero de todos. En efecto, cayendo y levantando llegó donde Isabela estaba, y asiéndola de la mano, le dijo:

—¿Conocésme, Isabela? Mira que yo soy Ricaredo, tu esposo.

—Si conozco—lijo Isabela—, si ya no eres fantasma que viene a turbar mi reposo.

Sus padres le asieron y atentamente le miraron, y en resolución conocieron ser Ricaredo el cautivo; el cual, con lágrimas en los ojos, hincando las rodillas delante de Isabela, le suplicó que no impidiese la extrañeza del traje en que estaba su buen conocimiento, ni estorbase su baja fortuna, que ella no correspondiese a la palabra que entre los dos se habían dado. Isabela, a pesar de la impresión que en su memoria había hecho la carta de la madre de Ricaredo, dándole nuevas de su muerte, quiso dar más crédito a sus ojos y a la verdad que presente tenía; y así abrazándose con el cautivo, le dijo:

—Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que sólo