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y a su señora Catalina, llamándolos Isabela padres, y sus padres señores. De la reina no tuvieron respuesta; pero de Clotaldo y de su mujer sí, donde les daban el parabién de la llegada a salvo, y los avisaban como su hijo Ricaredo otro día después que ellos se hicieron a la vela se había partido a Francia, y de allí a otras partes, donde le convenía ir para seguridad de su conciencia, añadiendo a estas otras razones y cosas de mucho amor y de muchos ofrecimientos. A la cual carta respondieron con otra no menos cortés y amorosa que agradecida.

Luego imaginó Isabela que el haber dejado Ricaredo a Inglaterra, sería para venirla a buscar a España; y alentada con esta esperanza vivía la más contenta del mundo, y procuraba vivir de manera que cuando Ricaredo llegase a Sevilla, antes le diese en los oídos la fama de sus virtudes, que el conocimiento de su casa. Pocas o ninguna vez salía de su casa sino para el monasterio; no ganaba otros jubileos que aquellos que en el monasterio se ganaban. Desde su casa y desde su oratorio andaba con el pensamiento los viernes de cuaresma la santísima estación de la craz, y los siete venideros del Espíritu Santo; jamás visitó el río, ni pasó a Triana, ni vió el común regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez el día, si le hace claro, de San Sebastián, celebrado de tanta gente que apenas se puede reducir a número; finalmente, no vió regocijo público, ni otra fiesta en Sevilla; todo lo libraba en su