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cio, y en diez mil escudos de oro para Isabela; y al conde Arnesto por el desafío le desterró por seis años de Inglaterra. No pasaron cuatro días, cuando ya Arnesto se puso a punto de salir a cumplir su destierro, y los dineros estuvieron juntos. La reina llamó a un mercader rico que habitaba en Londres, y era francés, el cual tenía correspondencia en Francia, Italia y España, al cual entregó los diez mil escudos y le pidió cédulas para que se los entregasen al padre de Isabela en Sevilla o en otra plaza de España. El mercader, descontados sus intereses y ganancias, dijo a la reina que las daría ciertas y seguras para Sevilla sobre otro mercader francés, su correspondiente, en esta forma: que él escribiría a París, para que allí se hiciesen las cédulas por otro correspondiente suyo, a causa que rezasen las fechas de Francia, y no de Inglaterra, por el contrabando de la comunicación de los dos reinos, y que bastaba llevar una letra de aviso suya sin fecha con sus contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de Sevilla, que ya estaría avisado del de París. En resolución, la reina tomó tales seguridades del mercader, que no dudó de ser cierta la partida; y no contenta con esto, mandó llamar a un patrón de una nave flamenca, que estaba para partirse otro día a Francia a sólo tomar en algún puerto della testimonio para poder entrar en España a título de partir de Francia, y no de Inglaterra, al cual pidió encarecidamente llevase en su nave a Isabela y a. sus padres, y