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Por la fe católica que mis cristianos padres me enseñaron, la cual si no está en la entereza que se requiere, por aquella juro que guarda el Pontífice romano, que es la que yo en mi corazón confieso, creo y tengo; y por el verdadero Dios que nos está oyendo, te prometo—¡oh, Isabela, mitad de mi alma!—de ser tu esposo, y lo soy, desde luego, si tú quieres levantarme a la alteza de ser tuyo.

Quedó suspensa Isabela con las razones de Ricaredo, y sus padres atónitos y pasmados. Ella no supo qué decir ni hacer otra cosa que besar muchas veces la mano de Ricaredo, y decirle con voz mezclada con lágrimas, que ella le aceptaba por suyo y se entregaba por su esclava. Besóla Ricaredo en el rostro feo, no habiendo tenido jamás atrevimiento de llegarse a él cuando hermoso; los padres de Isabela solemnizaron con tiernas y muchas lágrimas las fiestas del desposorio; Ricaredo les dijo que él dilataría el casamiento de la escocesa que ya estaba en casa, del modo que después verían, y cuando su padre los quisiese enviar a España a todos tres, no lo rehusasen, sino que se fuesen y le aguardasen en Cádiz o en Sevilla dos años, dentro de los cuales les daba su palabra de ser con ellos, si el cielo tanto tiempo le concedía de vida, y que si deste término pasase, tuviesen por cosa certísima que algún grande impedimento, o la muerte, que era lo más cierto, se había opuesto a su camino. Isabela le respondió que no solos dos años le aguardaría, sino to-