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ZADIG,

versaba con el rey, y con su augusta esposa Astarte, y aumentaba el embeleso de su conversacion aquel deseo de gustar, que, con respecto al entendimiento, es como el arreo á la hermosura; y poco á poco hicieron su mocedad y sus gracias una impresion en Astarte, que á los principios no conoció ella propia. Crecia esta pasion en el regazo de la inocencia, abandonándose Astarte sin escrúpulo ni rezelo al gusto de ver y de oir á un hombre amado de su esposo y del reyno entero. Alababásele sin cesar al rey, hablaba de él con sus damas, que ponderaban mas aun sus prendas, y iodo así ahondaba en su pecho la flecha que no sentia. Hacia regalos á Zadig, en que tenia mas parte el amor de lo que ella se pensaba; y muchas veces, quando se figuraba que le hablaba como reyna, satisfecha se expresaba como muger enamorada.

Muy mas hermosa era Astarte que la Semira que tanta ojeriza tenia con los tuertos, y que la otra que habia querido cortar á su esposo las narices. Con la llaneza de Astarte, con sus tiernas razones de que empezaba á sonrojarse, con sus miradas que procuraba apartar de él, y que en las suyas se clavaban, se encendió en el pecho de Zadig un fuego que á él propio le pasmaba. Combatió, llamo á su auxîlio la filosofía que siempre le habia socorrido; pero esta ni alumbró su entendimiento, ni alivió su ánimo. Ofrecíanse ante él, como otros tantos dioses vengadores, la obligacion, la gratitud,