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MICROMEGAS,

tando á otros cien mil animales cubiertos de un turbante, ó muriendo á sus manos, y que así es estilo en toda la tierra, de tiempo inmemorial acá? Horrorizóse el Sirio, y preguntó el motivo de tan horribles contiendas entre animalejos tan ruines. Trátase, dixo el filósofo, de unos pedacillos de tierra tamaños como vuestro pié, y no porque ni uno de los millones de hombres que pierden la vida solicite un terron siquiera de dicho pedazo; que se trata de saber si ha de pertenecer á cierto hombre que llaman Sultan, ó á otro que apellidan César, no sé por qué. Ninguno de los dos ha visto ni verá nunca el rinconcillo de tierra que está en litigio; ni ménos casi ninguno de los animales que recíprocamente se asesinan ha visto tampoco al animal por quien asesina.

¡Desventurados! exclamó indignado el Sirio: ¿cómo es posible imaginar tan furioso frenesí? Arranques me vienen de dar tres pasos, y con tres patadas estruxar todo ese hormiguero de ridículos asesinos. No os toméis ese trabajo, le respondiéron, que sobrado se afanan ellos en labrar su ruina. Sabed que dentro de diez años no quedará en vida el diezmo de estos miserables; y que, aun sin sacar la espada, casi todos se los lleva la hambre, la fatiga, ó la destemplanza, aparte de que no son ellos los que merecen castigo, sino los ociosos despiadados, que metidos en su gabinete mandan, miéntras digieren la comida, degollar un millon de hom-