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EPISTOLA

No es de extrañar que España haya podido generar un número tan elevado de hombres ilustres: ciertamente hay que reconocer su capacidad intelectual natural, pero también tenían a su disposición recursos y medios ciertamente adecuados para alcanzar el perfecto dominio de la doctrina. Baste mencionar las importantes Universidades de Alcalá y Salamanca, que por supuesto, bajo la tutela de la Iglesia, fueron excelentes hogares de sabiduría cristiana. Su recuerdo está naturalmente relacionada con la memoria de los Colegios que ofrecieron un cómodo alojamiento común para los eclesiásticos que sopbresalían por su talento y conocimiento.

Pero está también ante vuestros ojos, Venerables, hermanos, la catástrofe de los útimos tiempos. En medio de las convulsiones sociales que en el siglo pasado y en el actual han perturbado a toda Europa, las instituciones a las que tanto el poder real como el eclesiástico había prodigado atención y recursos para el establecimiento de la fe y de la doctrina fueron abrumados y desarraigados, como por una violenta huracán. Habiéndose trasladado así los estudios católicos a las universidades y sus colegios, los propios seminarios del clero se agotaron, gradualmente deficientes en el suministro de conocimientos que fluía de las grandes universidades; además, no podían mantenerse en el antiguo estado a causa de la guerras intestinas y turbas, que por un tiempo distrajeron los estudios y fuerzas de los ciudadanos. La Sede Apostólica intervino a tiempo y dedicó toda su atención a restablecer, con el consentimiento de la autoridad civil, el orden en los asuntos eclesiásticos, que los acontecimientos pasados habían trastornado. Dirigió su atención en primer lugar a los seminarios diocesanos, para devolverlos a la situación anterior que los convertía en la verdadera casa de la piedad y la erudición redundaba en interés de los individuos y de la sociedad. Sin embargo, vosotros sabéis bien que la empresa no tuvo el éxito esperado. En realidad, no había medios suficientes ni el curso de estudios podía recobrar vigor con perspectivas de metas gloriosas, porque la desaparición de los antiguos institutos había provocado una escasez de profesores válidos. — En efecto, ses acordó entre los dos poderes supremos que se fundasen seminarios generales en algunas provincias, en el entendimiento de que entre sus alumnos aquellos que hubieran completado los estudios teológicos podrían ser admitidos en grados académicos superiores. Pero la plena aplicación de todo esto tropezó y tropieza todavía con numerosos obstáculos. — Desde que han desaparecido los recursos de las antiguas Universidades, se siente profundamente la falta de aquellos medios cuya ausencia hace muy difícil al Clero aspirar al honor de una cultura completa y profunda. La voz y la opinión de los responsables se han vuelto así unánimes sobre la necesidad de abordar el programa de estudios en los Seminarios, ampliarlo y perfeccionarlo. —