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EPISTOLA

Ahora, animados por el mismo celo, dirigimos nuestra atención a vuestros jóvenes clérigos, para poder contribuir, en unidad de propósito con vosotros, a su formación. — Queremos que ésta sea una nueva demostración de la paternal benevolencia con la que acostumbramos abrazaros a todos. Y ciertamente merecida: no hemos olvidado la realidad española, ni ignoramos vuestra firmeza inquebrantable en la fe recibida de los padres y vuestra deferencia hacia la Sede Apostólica. Ésta es la verdadera razón por la que el nombre de España ha alcanzado tanta grandeza, gloria y poder, como lo atestiguan las memorias históricas. Está firmemente grabado en Nuestra mente, y no pretendemos ahora silenciarlo, que en momentos de desgracia Nos han llegado, precisamente desde España, motivos de profundo consuelo. Por lo tanto, nos complace enormemente corresponder a vuestras muestras de afecto.

Durante mucho tiempo el clero español destacó por su ciencia divina y el refinamiento de sus estudios literarios; a través de estas cualidades, logró promover significativamente la verdad cristiana y la reputación de su país. No faltaron personas generosas que, asumiendo el patrocinio de las artes más sublimes, las sostenían de manera adecuada a los tiempos; tampoco faltaron mentes bien preparadas en el estudio de disciplinas teológicas y filosóficas, así como literarias. Sabemos cuánto contribuyeron a incrementar estos estudios tanto la libertad de los Reyes Católicos como el compromiso y celo de los Obispos. A estos estímulos la Sede Apostólica añadió otros de todo tipo, siempre preocupada de que no falten a la santidad de la tradición cristiana ni la luz de la filosofía ni el esplendor de una cultura más refinada. En este campo, han dejado un legado ilustre hombres de los que no se encuentran muchos de su nivel: Francisco Suárez, Juan Lugo, Francisco da Toledo y, digno de mención particular, aquel Francisco Ximenes que, bajo la guía y dirección de los Romanos Pontífices, alcanzó un nivel doctrinal tan alto que prestigiaba no sólo a España, sino a toda Europa, especialmente con la creación de la Universidad de Alcalá, donde jóvenes, educados en la Iglesia de Dios con la luz de sabiduría, como brillantes estrellas de la mañana, podían iluminar a otros en el camino de la verdad[1]. De esta cosecha, cultivada con tanta habilidad y con tanto compromiso, surgió ese maravilloso grupo de doctores ilustres que, invitados por el Romano Pontífice y el Rey Católico al Concilio de Trento, respondieron egregiamente a sus expectativas.

  1. Alexander VI, Bulla Inter cetera, idibus Aprilis 1499.