-į Es acaso una tal Sisa?-preguntó con interés Ibarra.
—La han preso sus soldados de usted-continuó con cierta amargura el teniente mayor;-la han conducido por todo el pueblo por no sé qué cosas de sus hijos que... no se han podido aclarar.
Cómo?-preguntó el alférez, volviéndose al cura.-¿Es acaso la madre de sus dos sacristanes? El cura afirmó con la cabeza.
—Que han desaparecido sin averiguarse nada de ellos!-añadió severamente don Filipo, mirando al gobernadorcillo, que bajó los ojos.
—Buscad á esa mujer!-ordenó Crisóstomo á los criados.-He prometido trabajar para averiguar el paradero de sus hijos.
—Han desaparecido, dicen ustedes?-preguntó el alférez.-¿Sus sacristanes han desaparecido, padre cura? Este apuró el vaso de vino que tenía delante é bizo señas afirmativas con la cabeza.
—Caramba, padre cura!-exclamó el alférez sonriente, al pensar en la revancha;-desaparecen algunos pesos de vuestra reverencia y se despierta á mi sargento muy temprano para que los busque; desaparecen dos sacristanes y vuestra reverencia no dice nada; y usted, señor capitán... también usted...
Y no concluyó su frase, sino que se echó á reir, hundiendo au cuchara en la roja carne de una papaya silvestre.
El cura, todo confuso, contestó: -Es que yo tengo que responder del dinero.
Buena respuesta, reverendo pastor de almas!
—interrumpió el alférez con la boca llena.-¡Buena respuesta, santo varón!