-¿Sabe usted algo ya, señor alférez, del criminal que maltrató al padre Dámaso?-preguntaba fray Salví.
—De qué eriminal, padre cura?-preguntó el alférez, mirando al fraile á tra vés del vaso de vino.
—De quién ha de ser? ¡Del que anteayer tarde golpeó al padre Dámaso en el camino!
—¿Que golpeó al padre Dámaso?-preguntaron varias voces.
—iSí, y el padre Dámaso está ahora en cama! Se cree sea el mismo Elfas que le arrojó á usted en el charco, señor alférez.
El alférez se puso colorado de vergüenza.
—Pues yo creía-continuó el padre Salvi con cierta, burla -que estaba usted enterado del asunto...
Mordióse el militar los labios y balbuceó una excusa.
En esto apareció una mujer, pálida, flaca, vestida miserablemente; nadie la había oído acercarse, pues caminaba tan silenciosamente, que de noche se le habría tomado por un fantasma.
—Dad de comer á esa mujer!-decían las viejas.
—Eh! ¡Venga aquí! Pero ella, sin prestar atención, se acercó á la mesa donde estaba el cura; éste vol vió la cara, la reconoció y se le cayó el cuchillo de la mano.
—¡Dad de comer á esa mujer!-ordenó Ibarra.
—¡La noche es obscura y desaparecen los niños!
—murmuró la mendiga.
Pero á la vista del alférez, que le dirigió la palabra, la mujer se asustó y huyó entre los árboles.
—-Quién es esa mujer?-preguntó el militar.
—¡Una infeliz á quien han vuelto loca á fuerza de disgustos!-contestó don Filipo.-Hace cuatro días que está así.