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JOSÉ RIZAL

-¿Sabe usted algo ya, señor alférez, del criminal que maltrató al padre Dámaso?-preguntaba fray Salví.

—De qué eriminal, padre cura?-preguntó el alférez, mirando al fraile á tra vés del vaso de vino.

—De quién ha de ser? ¡Del que anteayer tarde golpeó al padre Dámaso en el camino!

—¿Que golpeó al padre Dámaso?-preguntaron varias voces.

—iSí, y el padre Dámaso está ahora en cama! Se cree sea el mismo Elfas que le arrojó á usted en el charco, señor alférez.

El alférez se puso colorado de vergüenza.

—Pues yo creía-continuó el padre Salvi con cierta, burla -que estaba usted enterado del asunto...

Mordióse el militar los labios y balbuceó una excusa.

En esto apareció una mujer, pálida, flaca, vestida miserablemente; nadie la había oído acercarse, pues caminaba tan silenciosamente, que de noche se le habría tomado por un fantasma.

—Dad de comer á esa mujer!-decían las viejas.

—Eh! ¡Venga aquí! Pero ella, sin prestar atención, se acercó á la mesa donde estaba el cura; éste vol vió la cara, la reconoció y se le cayó el cuchillo de la mano.

—¡Dad de comer á esa mujer!-ordenó Ibarra.

—¡La noche es obscura y desaparecen los niños!

—murmuró la mendiga.

Pero á la vista del alférez, que le dirigió la palabra, la mujer se asustó y huyó entre los árboles.

—-Quién es esa mujer?-preguntó el militar.

—¡Una infeliz á quien han vuelto loca á fuerza de disgustos!-contestó don Filipo.-Hace cuatro días que está así.