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JOSÉ RIZAL

trababa una lucha; vacilaba el cerco. Todos permanecian silenciosos y llenos de angustia. Ibarra apretaba con mano con vulsiva el puño del agudo cuchillo.

La lucha pareció terminarse. Asomóse á la superficie del agua la cabeza del joven, que fué saludado con gritos de alegría. Los ojos de las mujeres estaban llenos de lágrimas.

El piloto trepó llevando en la mano el extremo de la cuerda, y una vez en la plataforma, tiró de ella.

El monstruo apareció: tenía la soga atada en forma de doble banda por el cuello y debsjo de las extremidades anteriores. Era de extraordinario tamaño, y sobre sus espaldas crecia verde musgo, que es á los caimanes lo que las canas á los hombres. Mugía como un buey, 8zotaba con la coia las paredes de caña, se agarraba á ellas y abría las negras y tremendas fauces, descubriendo sus largos colmillos.

El piloto lo izaba solo: nadie se cuidaba de ayudarle.

Fuera ya del agua y colocado sobre la pla taforma, púsole el pie encima, con robusta mano cerró sus descomunales mandíbulas y trató de atarle el hocico con fuertes nudos. El reptil hizo un último esfuerzo, arqueó el cuerpo, batió el suelo con la potente cola y se lanzó en un salto al lago, fuera del cerco, arrastrando al piloto. Este era hombre muerto; un grito de horror se escapó de todos los pechos.

Rápido como el rayo, cayó otro cuerpo al agua; apenas tuvieron tiempo de ver que era Ibarra.

María Clara no se desmayó, porque las filipinas no saben desmayarse.

Vieron colorearse las olas, teñirse de sangre.

Crisóstomo y piloto reaparecieron agarrados