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JOSÉ RIZAL

cerca del sitio de la pesca, decidieron desayunarse.

La aurora iluminaba ya el espacio, y apagaron los farolillos de papel.

—¡No hay cosa que pueda compararse con el salabat tomado por la mañana antes de ir á misa!

—decía Capitana Ticá, la madre de la alegre Sinang;-tomad salabat con poto, Albino.

La mañana estaba deliciosa. Las aguas comenzaban á brillar con los primeros rayos del sol. Soplaba una fresca brisa impregnada de perfumes que jugueteaba con los negros cabellos de las muchachas.

Todos estaban alegres; hasta las madres llenas de recelos bromeaban entre sí.

Sólo un hombre, el que hacía el oficio de piloto, permanecía silencioso y ajeno á toda aquella alegría. Era un joven de formas atléticas y de fisonomía interesante. Sus grandes ojos expresaban inmensa tristeza. Los cabellos negros, largos y descuidados, caían sobre su robusto cuello; con sus desnudos y nervudos brazos, manejaba como una pluma un ancho remo, que le ser vía de timón para guiar las dos bancas, María Clara le había sorprendido más de una vez contemplándola; él entonces volvía rápidamente la vista á otra parte. Compadecióse la joven de su soledad, y cogiendo unas galletas se las ofreció. El piloto la miró con cierta sorpresa; tomó una galleta y dió las gracias brevemente y en voz apenas perceptible.

Y nadie volvió á acordarse de él.

Concluído el desayuno continuaron la excursión hacia los viveros, donde abundaba la pesca. Estos eran dos, á cierta distancia uno del otro; ambos pertenecían á Capitán Tiago. Desde lejos veíanse algunas garzas posadas sobre las puntas de las cañas del cercado, en actitud contemplativa, mien-