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JOSÉ RIZAL

no eran obstáculo para que, si después se vefan, se diesen la mano y se hablasen cortésmente.

Cuando el marido dormía el vino ó roncaba la siesta y doña Consolación no podía reñir con él, asomábase á la ventana con su puro en la boca y su camisa de franela azul.

Estos eran los soberanos del pueblo de San Diego.

XI

La ciudad de los muertos

Hacia el Oeste, en medio de los arrozales, está el cementerio; conduce á él una vereda llena de polvo en los días de calor y na vegable en los días de lluvia.

Una puerta de madera y una cerca, mitad de piedra y mitad de cañas y estacas, le separa de los hombres, pero no de las cabras del cura y algunos cerdos de la vecindad, que entran y salen para hacer exploraciones en las tumbas y alegrar con su presencia aquella soledad.

En medio de aquel vasto corral se levanta una gran cruz de madera sobre un pedestal de piedra.

La tempestad ha doblado su Inri de hoja de lata y la lluvia ha borrado las letras. Al pie de la cruz,