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JOSÉ RIZAL

quier precio al chino, que explota la cendidez ó los vicios de los labradores.

Cuando en un día sereno los muchachos suben al último cuerpo de la torre de la iglesia, cubierta de musgo y de plantas trepadoras, prorrumpen en alegres exclamaciones, provocadas por la hermosura del panorama que se ofrece á su vista. En medio de aquel cúmulo de techos de nipa, teja, zine y cabonegro, separados por huertas y jardines, cada uno sabe descubrir su casita, su pequeño nido. Todo les sirve de señal: un árbol, un tamarindo de ligero follaje, un cocotero cargado de frutos, una flexible caña, una bonga ó una cruz.

El río se desliza á poca distancia como una inmensa serpiente de cristal; de trecho en trecho, rizan su corriente pedazos de roca esparcidos en el arenoso lecho; allá el cauce se estrecha entre dos elevadas orillas, á que se agarran haciendo contorsiones árboles de raíces desnudas; aquí se forma una suave pendients y el río se ensancha. Troncos de palmeras ó ár boles con corteza aún, mo vedizos y vacilantes, unen ambas orillas.

Pero lo que más llama la atención, es un pequeño bosque en medio de las tierras labradas. Hay allí árboles seculares de ahuecado tronco, que mueren solamente cuando algún rayo hiere su altiva copa y los incendia. La vegetación tropical se desen vuel ve en aquellos lugares con entera libertad. Crecen profusamente matorrales y malezas y cortinas de enredaderas se cuelgan de las ramas y forman una red inextricable. Loros y guacamayos de largas colas y pintados plumajes for man su nido en la verde espesura. Los hay todos rojos, con las alas verdes y los ojos negros y brillantes como el azabache. Durante la mañana y al caer de la tarde llenan el bosque de gritos extraños. Las palo-