presidiarios con la cabeza rapada, vestidos con una camisa de mangas cortas y un calzón hasta las rodillas; en las piernas llevaban cadenas medio envueltas en trapos sucios para moderar el roce; unidos de dos en dos, tostados por el sol, rendidos por el calor y el cansancio, eran hostigados y azotados con una vara por otro presidiario que sin duda se consideraba dichoso al ejercer aquella autoridad despótica sobre sus compañeros.
Eran hombres altos, de sombríos semblantes; sólo brillaban sus pupilas apagadas cuando caía la vara silbando sobre sus espaldas, ó cuando un transeunte les arrojaba la punta de un cigarro medio mojado y deshecho. La cogía el que estaha más cerca y la escondía en su salakot[1]: los demás se quedaban mirando á los otros transeuntes como rogándoles les obsequiasen también.
Ibarra sintió inmensa piedad al ver á aquellos infelices, y metiendo la mano en el bolsilio de su americana de alpaca, sacó todos los cigarros que llevaba y los arrojó á los pobres presos, Ya estaba el carruaje lejos de aquel lugar y todavía llegaban á los oídos del joven las exclamaciones de júbilo y las palabras de agradecimiento.
Todo lo que veía le traía á la mente recuerdos de la niñez, y lo que entonces le parecía hermoso, ahora lo encontraba mezquino.
Cruzábanse con su carruaje muchos coches tirados por magníficos troncos de caballos enanos: iban dentro empleados, que medio dormidos aún, se dirigían á sus oficinas, militares y frailes rechonchos. Todos ellos lle vaban pintado en el rostro un orgullo desdeñoso. ¡Eran los amos!... ¡Los descendientes de los Almagros y Pizarros, los hijos
- ↑ Sombrero.