Por las morenas mejillas del joven Ibarra se deslizaban tristes lágrimas. En medio de su terrible pena sentía un consuelo inmenso al escuchar los elogios que hacía de su padre aquel amigo bueno y leal. Guevara continuó:
—Hice las diligencias del pleito por encargo de su padre. Acudí al célebre abogado filipino, el joven A, que rehusó encargarse de la causa.—«Yo la perdería—me dijo.—Mi defensa sería un motivo de nueva acusación para él y quizás para mí. Acuda usted al señor M., que es un orador vehemente, de fácil palabra, peninsular y que goza de muchisimo prestigio.» Así lo hice, y el célebre abogado se encargó de la causa, que defendió con brillantez. Pero los enemigos eran muchos y algunos desconocidos y ocultos. Los falsos testigos abundaban y sus calumnias tomaban cada vez más consistencia. Le acusaron de haberse apoderado ilegalmente de muchos terrenos, le pidieron indemnización de daños y perjuicios, y llegaron á asegurar que sostenía relaciones con los tulisanes[1] para que sus sembrados y animales fuesen respetados. Se embrolló el asunto de tal modo, que al cabo de un año nadie se entendía. Los sufrimientos, los disgustos, las incomodidades de la prisión ó el dolor de ver á tantos ingratos, alteraron su salud y enfermó gravemente. Y cuando todo iba á terminarse, cuando iba á salir absuelto de la acusación de enemigo de la patria y de la muerte del cobrador, murió en la cárcel, sin tener á su lado á nadie.
El teniente se calló y el joven le estrechó la mano en silencio.
—¡Gracias! ¡gracias! Es usted un hombre honrado, un corazón generoso!—exclamó Ibarra después.
- ↑ Ladrones.