que venimos á Filipinas no somos desgraciadamente lo que debíamos. Los cambios continuos, la desmoralización de las altas esferas, el favoritismo, lo barato y lo corto del viaje, tienen la culpa de todo; aquí viene lo más perdido de la Península si llega uno bueno pronto lo corrompe el país. Pues bien; su padre de usted tenía entre los curas y los españoles muchísimos enemigos. ¡Pocas veces se perdona al hijo del país ser honrado é inteligente!...
Aquí hizo una breve pausa.
—Meses después de su salida de usted comenzaron los disgustos con el padre Dámaso, sin que yo pueda explicarme el verdadero motivo. Fray Dámaso le acusaba de no confesarse; antes tampoco se confesaba, y sin embargo eran muy amigos, como usted recordará aún. Además, don Rafael un hombre muy honrado y más justo que muchos que se confiesan y comulgan. Tenía para sí una moral muy rígida, y solía decirme cuando me hablaba de estos disgustos: «Señor Guevara, ¿cree usted que Dios perdona un crimen, un asesinato con sólo contárselo á un sacerdote y dar muestras de arrepentimiento?... Yo tengo otra idea del Ser Supremo—decía;—para mí ni se corrige un mal con otro mal, ni se obtiene el perdón con vanos lloriqueos ni con limosnas á la Iglesia.» Y me ponía este ejemplo: «Si yo he asesinado á un padre de familia, si he hecho de una mujer una viuda infeliz y de unos alegres niños huérfanos desvalidos, ¿habré satisfecho á la eterna justicia dejándome ahorcar y dando limosnas á los curas, que son los que menos las necesitan? ¡No! Mi conciencia me dice que estoy verdaderamente arrepentido debo sustituir en lo posible á la persona á quien he asesinado, consagrándome por toda la vida al bien de la fami-