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la misma torre de la iglesia ostentando su reloj con la traslúcida carátula; las mismas tiendas de chinos con sus cortinas sucias y su olor nauseabundo; los mismos puestos alumbrados por huepes[1] donde viejas indias vendían comestibles y frutas...

Reinaba en aquellos lugares extraordinaria algarabía. Los vendedores de refrescos gritaban con voz gutural: ¡Sorbeteee!, y bandadas de chicuelos, semejantes á figurillas de terra cotta, lanzaban insultos y denuestos con sus vocecillas chillonas, y hasta se atrevían á pegar con cimbreantes bejucos y largas cañas á los chinos cargadores, de cuerpo atlétioo y sudoroso, que á veces perdían la paciencia y comenzaban á gesticular desaforadamente, causando la hilaridad de todos.

Mientras admiraba este espectáculo, una mano se posó suavemente sobre el hombro del joven; volvió la cabeza y se encontró con el viejo teniente, que lo contemplaba sonriendo.

—¡Joven, tenga usted cuidado! ¡Aprenda usted de an padre! ¡En este país es un delito decir lo que uno piensa!

—¡Me parece que usted ha estimado mucho á mi padre!—dijo Ibarra mirándolo con cariño.—¿Me podría usted decir cuál ha sido su suerte?

—¿Acaso no lo sabe usted?—preguntó el militar sorprendido.

—Le he interrogado á don Santiago y no ha querido contarme nada hasta mañana. Entéreme usted de lo que sepa; yo se lo ruego. Deseo salir cuanto antes de esta cruel incertidumbre.

—Más ó menos tarde lo ha de saber usted todo; por lo tanto no tengo por qué guardar reserva. Dispóngase usted, pues, á oir una historia muy


  1. Antorchas.