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J0SÉ RIZAL

plumas y cintajos, las mujeres de los castilas[1], y las desvencijadas calesas llenas de indios, se detuvieron también. Se escuchó un rumor reverente. Las mujeres se pusieron de rodillas y los hombres se quitaron el sombrero, inclinándose con respeto. Ibarra no comprendió al pronto á qué obedecía aquello. Jamás había visto en Europa cosa semejante. Sólo la aparición de un Dios podía dar motivo á tales pruebas de respeto...

Un lujoso carruaje tirado por cuatro caballos blancos asomó entonces por el extremo de la calle. Mujeres y hombres inclinaron la cabeza y murmuraron una especie de plegaria. Hasta las damas y caballeros adoptaron una actitud humilde y reverente.

El carruaje de los cuatro caballos blancos cruzó por delante de Ibarra, que permanecía con el sombrero puesto, sin darse cuenta todavía de lo que pasaba. Entonces vió reclinado en el fondo un fraile apoplético, de blancos hábitos.

¡Era el señor obispo! Se descubrió apresuradamente é hincó en el suelo una rodilla. ¡No había más remedio que seguir la costumbre, so pena de despertar la cólera de la multitud fanatizada ó hipócrita!...

La tristeza hizo presa de nuevo en su alma. A pesar de que habían transcurrido siete años, encontraba á su pueblo lo mismo que al partir. Y se sumió en hondas reflexiones. Con ese andar desigual que da á conocer al distraído ó al desocupado, dirigióse el joven hacia la plaza de Binondo. ¡Todo estaba igual! Las mismas calles con las mismas casas de paredes blanqueadas ó pintadas al fresco, imitando mal el granito;


  1. Españoles.